5 de mayo de 2025
Francis Collins, quien fungiera como Director de los Institutos Nacionales de Salud de Estados Unidos de 2009 a 2021, mencionó al dejar su cargo —no sin cierta desesperanza— que las personas no se están volviendo más sanas a pesar de los avances de la medicina, y añadió que es «vergonzoso que la probabilidad de tener cierta esperanza de vida dependa en gran medida del código postal donde se nace».
Pongámosle números a esta aseveración. En el 2021, la Organización Mundial de la Salud contabilizó 43 millones de muertes por enfermedades no transmisibles. Es decir, enfermedades que no tienen que ver con agentes como virus, bacterias o contaminantes. Uso este año como referencia porque a pesar de la crisis mundial que generó, la pandemia de COVID-19 registró entre 2020 y 2021, tan sólo 15 millones de muertes.
Mucho más preocupante resulta el hecho de que 73% de todas las muertes debidas a enfermedades no transmisibles se concentran en países de ingreso bajo y mediano. Esto es, cerca de 31 millones de personas mueren al año, no por un virus, no por una bacteria, no por un contaminante, y ni siquiera por causas directamente relacionadas con sus cuerpos, sino por las condiciones sociales, económicas y culturales en las que se desarrollan.
Esto pareció entenderlo la Organización Mundial de la Salud desde su nacimiento en 1948 al definir la salud como el «estado de completo bienestar físico, mental y social, y no simplemente la ausencia de afecciones o enfermedades». Si —como lo evidencia el impacto de las enfermedades no transmisibles— tanto lo social, como lo económico y lo cultural tienen un impacto trascendental en la salud, era esperado que la definición que rige el concepto los incluyera.
Lo paradójico —y francamente ilógico— es que la misma Organización Mundial de la Salud ha cuantificado dentro de su fuerza laboral a nivel mundial —en una tasa por cada 10,000 habitantes— a: 17.2 profesionales de la medicina, 37.7 de enfermería, 3.3 dentales y 4.8 farmaceutas. Así mismo, y aunque no tiene datos globales, la OMS considera dentro de los recursos humanos para la salud a personal de salud e higiene ambiental y ocupacional, laboratoristas, fisioterapeutas, medicina tradicional y trabajadores comunitarios. Pero si la salud no es sólo la ausencia de enfermedad, y si existen dos componentes más —lo social y lo mental—, ¿por qué todos los profesionales en mención se enfocan unilateralmente en lo físico?
No tiene sentido. Tampoco lo tiene el hecho de que las propuestas de la misma OMS para prevenir las muertes prematuras por enfermedades no transmisibles se enfoquen únicamente en lo físico: actividad física, alimentación saludable, evitar consumo de sustancias y alejarse de la contaminación. Resulta incluso injusto, que a los países de ingreso bajo y mediano se les exijan resultados a través de dichas estrategias. ¿No sería más fácil asumir que la distribución de la riqueza afecta la distribución de la salud?
Si —tal como lo estableció Francis Collins— los avances de la medicina no han vuelto más sanas a las personas y si los objetivos que la OMS trazó en 1978 de garantizar una «salud para todos» tampoco se han alcanzado, ¿no convendría repensar la manera en que se ha abordado históricamente la salud pública? ¿No convendría incluir a otras profesiones y otros marcos teóricos en el replanteamiento? Profesiones como la antropología, la sociología y la psicología tendrían que ser pilares del trabajo tal como lo son en la definición. De lo contrario, la salud seguirá siendo lo que la OMS no quiere que sea: la ausencia de enfermedad física y una —tan penosa como lamentable— interpretación de lo mental y lo social desde la medicina.